Rescate en Roma, por Andreu Raja

En esta emotiva historia, Andreu nos relata el último viaje con su moto, un viaje a vuelta a los orígenes, de pérdida y de reencuentro.

Romilia es un pequeño pueblo al oeste de Granada con una población que ronda los 300 habitantes, comunicado con la capital por la autovía A92. Tan pequeño que no tiene ni ayuntamiento, sino que pertenece al ayuntamiento del pueblo vecino, Chauchina. Los del pueblo llaman al nombre como Roma, así que permitidme que me tome esta licencia a la hora de crear el título.

Tengo muchos recuerdos de mi infancia alrededor de este pueblo que iba con mis padres muchos veranos. Era el pueblo de nacimiento de mi madre e íbamos a pasar unos días con los tíos. Agricultores que alquilaban tierras para trabajarlas. Recuerdo muy bien los madrugones para después de desayunar un vaso de vino con yema de huevo ir a ayudar al tío al campo. De vuelta, a veces nos parábamos en el río a beber. En aquellos tiempos, aún era una sana actividad.

En otras ocasiones, le acompañaba por las noches a regar los campos. Funcionaba un sistema que llamaban La Noria y que eran unos horarios para regar cada agricultor sus campos a fin de ordenar el gasto de agua y evitar carencias.

A principios de 2016 ya hacía muchos aços que no había pasado por el pueblo. Al morir mi mío, era mi tía la que venía a visitar a mi madre y no al revés. Además el 2014, habiendo muerto mi madre, incluso el contacto se convirtió en escaso.

Mala notícia en tiempos complicados

En una visita a mi hermano en febrero de este año 2016, me dijo que habían detectado un posible Alzheimer a mi tía y teníamos que ir a Romilla. El párroco del pueblo había llamado para informarnos y decidimos ir para acompañar a la tía al médico para hacerse las pruebas y pedir los transportes sanitarios para cuando volviéramos a Barcelona. Quedamos para la semana siguiente para hacer el viaje y peveíamos quedarnos una semana.

Yo hacía unos años que víctima de la crisis me había quedado sin trabajo, y tiempo tenía. Además mi hija necesitaba intervenciones bucales, por tanto ya sabía que tenía que poner en venta la moto, una BMW 1200 GS y a pesar de que mi hermano se había ofrecido a pagarme el billete de avión, decidí usar este viaje como despedida con mi moto.

Preparativos

Entonces los móviles no se usaban como GPS, al menos el que yo tenía. Y lo único que tenía era un Garmin para coche. Pasé una semana preparándome un soporte para la moto. Pero estaba el problema de que no oiría las indicaciones sonoras.

Hacía poco que había comprado unos comunicadores con pilas piloto-acompañante y se me ocurrió la genialidad de poner uno dentro de la carcasa del GPS y el otro en mi oído. Un consejo: no lo hagáis nunca. Y si puede ser no os fiéis demasiado de un Garmin…

No mucho tiempo antes y por motivos que no tienen nada que ver con esta historia, decidí pasar a una dieta vegana, así que mi mujer me preparó unos bocadillos de salchichas veganas y una botella de agua grande. Hice el equipaje poniendo lo necesario para el viaje en el top-case y las mudas en una mochila que llevaría a la espalda. No llevaba maletas y no eran los mejores tiempos para comprármelas.

Hacia Lleida

Fui al parking de un buen amigo donde guardaba la moto de buena mañana y a las 8:00 salía ya por la puerta. Recuerdo el sentimiento de ganas de aventura y la pérdida de noción del tiempo que sentí. Nadie me esperaba a la llegada y tenía muchas ganas de disfrutar de todo el trayecto. Sabía que era un sentimiento común para los moteros, pero para mí era algo que me hacía falta y hacía años que no sentía.

A pesar que había ido muchísimas veces a Romilia en coche y podía confiar bastante en que recordaría el camino, me dejé en manos del GPS, el cual había programado para que evitara autopistas y peajes. Quería pasar por carreteras secundarias y, como tiene que ser, haciendo la máxima vuelta posible. Visto todo esto este diabólico aparato me ofrece la N-II y yo, medio contrariado, medio divertido, caí voluntariamente en la trampa.

Llegando ya a Lleida me ví envuelto en la típica niebla que humedecía el suelo y el avisador de peligro de congelación se encendió en el cuadro de mandos de la GS. Pero esto, no fue lo peor. Ya había ido antes por carreteras nevadas. Lo realmente malo llegó cuando se movió el micrófono de dentro de la carcasa del GPS y yo oía directamente en la oreja el sonido del viento amplificado. Esto me obligó a para en la primera gasolinera que encontré y que estuve a tiempo de coger la salida, cosa complicada con esa niebla.

Aproveché la situación para tomar un café y dejarme estudiar por los parroquianos e imaginar qué estarían pensando de un tarado en moto a esas horas de la mañana y un día entre semana con aquel tiempo.

Dirección Valencia

Me pongo el casco y me quito el auricular, quiero demasiado a mis tímpanos, ya iré mirando, y si no me aclaro, aventura, que para eso nos hemos metido. Le pregunto al GPS por dónde me quiere llevar y me dice: «sorpresa, sigue la carretera de colores y a ver qué pasa».

Es entonces cuando empecé a disfrutar de verdad. Cogí la C12 y la C242. Son vías con muy poco tránsito, bien cuidadas y lo mejor, bien viradas.

Llegado a Flix, paré en el cruce donde ofrecía Tarragona, Valencia y no recuerdo qué más. Llené el depósito, tenía que estirar las piernas y tenía hambre. No sé si era ho, pero ya había perdido el sentido del orden de las comidas. Si tenía hambre pues paraba y comía uno de mis bocadillos.

Después de comer y cansado de un perro atrapado en uno de los terrenos de una empresa al lado de la vía y que no dejaba de ladrarme decidí dirigirme hacia Valencia y, vaya por donde, el Garmin estuvo de acuerdo.

Al salir de una de esas curvas, me sorprendió la imagen de una de esas chimeneas con aquel perfil tan característico de una central nuclear. ¿Estaré en Ascó? Me pregunté… y a los pocos metros me respondió un cartel anunciando que había llegado a esta localidad.

Continuando por la C12 llegué a Alcanar. Aquí pasé muy buenos momentos hacía años con unos amigos. Por fin veía el mar y el alma se me alegró. Esto, no sé por qué, me cargó las pilas. Me he criado al lado del mar y esto era mi territorio.

Pasando por la N-340, me saludaba la señal de entrada a la Comunidad Valenciana. Más allá Benicarló y Peñíscola. La 340 era la vuelta al camino de siempre, pero ahora llegaba la complicación de evitar autopista a cualquier precio. Si te dejas ir seguro que más tarde o más temprano te metes allí sin querer, así que toca volver a fiarse del GPS.

Siguiendo la 340, Benicasim, Castellón de la Plana y a los lados empezaban a aparecer las paraditas de venta de naranjas, y a cada montón de mallas de naranjas, me maldecía por no haber podido comprarme unas maletas. De haberlas tenido, seguro que las habría cargado.

En paralelo siempre a la AP7, de vez en cuando se insinuaba alguna entrada que yo evitaba a toda costa, a pesar de que la 340 siempre ha sido demasiado recta para mi gusto.

Alj pasar por Sagunto ya veía al alcance Valencia y de repente pensé en el nuevo circuito de F1.

Llegado a la ciudad de Valencia, volvemos al tráfico de la ciudad y pasando por una avenida, pienso en lo limpia que está la ciudad, al menos aquella zona.

Al final, un poco a la derecha veo la silueta del circuito que había visto ya algunas veces por televisión y tiré en dirección a la playa aunque no sé si en sueños. Una paradita en la playa y a caminar hacia el circuito. No vi demasiada cosa, típico circuito urbano, para verlo bien, se tendría que caminar mucho y yo sólo quería estirar un poco las piernas.

Camino a Murcia

Vuelvo a montar en la GS y dejo que el Garmin me saque de esas calles. No recuerdo cómo, salí de la ciudad y acabé en la CV42 y de allí hacia Alicante.

Al llegar a Alicante empecé a sentir hambre y salí al arcén y devoré el segundo bocadillo. Es curioso, nunca he podido comer de pie y en aquella ocasión me apetecía mucho comer tan sólo apoyado en la moto. Excepto por algún coche que pasaba por la carretera todo estaba muy tranquilo; casi echaba de menos al perro de Flix.

De allí a Murcia por la 340. Creo recordar que por Muchamel paré en una pequeña gasolinera para volver a llenar el depósito y recuerdo a la dependienta aguantando mi charla. Lllevaba ya muchas horas sin hablar con nadie y fue gratificante, aunque para ella, no sé yo.

Después de un rato ví el desvío hacia Murcia. Parecía que el destino estaba al alcance, pero era engañoso. Aún quedaba bastante rato. La carretera era sinuosa, de un carril por banda pero muy bien asfaltada, era como bailar con la Motocicleta.

Llegado a Murcia el depósito volvía a quejarse, además se me había hecho de noche y quería fumarme un cigarrillo. Sí, entonces aún fumaba. Era tabaco ecológico de liar, así que fumarse un cigarro era toda una ceremonia. Fue el primer paso para dejarlo.

Lleno depósito y pago con la correspondiente charla con la dependienta y después me alejo de los surtidores para hacer el piti. Sentado al lado de la moto saboreaba las últimas caladas disfrutando de la silueta del inicio del parque natural.

De repente me sorprende un coche que sale de la gasolinera quemando rueda y detrás la dependienta corriendo con la intención inútil de dar captura al coche que se había dado a la fuga sin pagar. Se supo muy mal por aquella mujer. De todos modos le pregunté si tenían cámaras de vigilancia y me dijo que sí, pero que de momento se lo quitaban del salario. No sabré nunca si es verdad, pero alguien se lo tendría que decir a ese mamarracho.

Granada y Romilla

A partir de ese punto, creo recordar que empezaba una autovía con dos carriles por banda y a aquellas horas circulaban poca cosa más que algunos camiones.

Me sorprendió gratamente cuando te acercabas a los camiones, de dejaban paso aunque había carriles libres. En cierto sentido te sentías cuidado. Jo respondía saludando, aunque no estaba seguro de que vieran el gesto.

De Murcia a Granada todo es cruzar la sierra y el parque natural por la autovía y el casco se llenaba de un agradable olor a montaña y naturaleza.

Llegado a Granada, tan sólo hace falta coger la circunvalación y el desvío a la autovía a Málaga, hacia el oeste. Eran casi las 21:00 pero en aquella parte la autovía ya estaba bastante bien iluminada. Ya casi había llegado.

Al poco rato pasé por la salida de la localidad de Santa Fe. Me vino un montón de recuerdos. Para explicarlo de algún modo, cuando estabas en el pueblo, a Santa Fe podías i a comprar muchas cosas que no encontrabas en el pueblo, pero sin llegar a Granada, sobretodo una gran ferretería que se podía parecer a las de las grandes superfícies de hoy. Sin hablar de la parada obligada a las pastelerías donde venden unos pastelitos típicos de allí buenísimos, los típicos Piononos, unos dulces cilíndricos y que al principio te sorprenden por su textura húmeda, pero creedme que te acabas aficionando.

Continuando por la autovía, el siguiente pueblo es Chauchina. Antes era la única salida para llegar a Romilla, pero yo ya recordaba que hacía poco, habían hecho una salida directa, así que decidí esperar a salir por la siguiente. Cogida la salida, a la izquierda puedes llegar al pueblo vecino: Cijuela y a la derecha, ya había llegado a Romila, ya estaba en casa, o casi.

La calle de mi tía era la última calle, dado que la acequia no permitía crecer más al pueblo, o eso recordaba yo, pero la última calle no llegó cuando yo pensaba y las casas del pueblo se habían transformado en casas pareadas. Volví metiéndome por aquellas nuevas calles, pero no saqué nada en claro, así que bajé de la moto y llamé a mi hermano, que ya había llegado por la mañana. Con cierta dificultad y paso a paso, conseguir dar con la casa, vacié la moto, puse los candados a la moto y a casa. Besos, abrazos y cerveza, que ya tocaba.

La vida en el pueblo

Pasaron los días arreglando cosas de la casa de mi tía, llevándola a los médicos y entre una cosa y la otra, disfrutando de las típicas tapas. Puedes comer perfectamente pagando tan sólo dos cervezas o refrescos, el problema es que cuando llegas a casa te obligan a comer… otra vez.

Al día siguiente los vecinos del pueblo me obligaron a guardar la moto en un garaje. ¿Cómo podía dejarla en la calle por las noches?, me la podía robar o cosas peores. Como había cambiado aquel pueblo, antes podías dejar un coche en marcha y con las puertas abiertas y al día siguiente estaría como lo habías dejado. Y si perdías la cartera, alguien la encontraría y te la devolvería. A veces pienso que las cosas nunca cambian para mejor…

Cada noche después de cenar íbamos al bar del pueblo a tomar algo, hablar de nuestras cosas y planificar qué haríamos con la tía. Todos los familiares que tenía éramos unos cuantos sobrinos y todos vivíamos en Barcelona. La primera noche, un niño paró a mi hermano y le dijo “dame un cigarro, primo”. A mi hermano le cambió la cara, por un momento pensaba que se lo comería, y al poco recordamos que en el pueblo todos somos “primos”, en el buen sentido, claro.

Hora de volver

Aunque mi hermano se quedaría dos días más, yo había planificado volver antes. Entonces yo me ganaba cuatro duros vendiendo productos ecológicos a domicilio con una licencia municipal de mercadillo y llegaba el día de la semana en que tenía que preparar los pedidos. Nunca me he arrepentido tanto de decir que no me podía quedar. Visto cómo acabó el negocio, me tenía que haber quedado con él. Pero la vida tiene estas cosas.

Y así un día a las 07:00 de la mañana preparé el equipaje y lo dejé al lado de la puerta. Tenía que sacar la moto del garaje del vecino y montar el equipaje. Me despedí de mi hermano y hacia Barcelona.

Hacía un par de días había llegado un golpe de frío y todo el paso por la sierra de Murcia estaba nevado. Me paré y pensé si volver o arriesgarme a continuar. Por aquella carretera ya habían pasado muchos camiones después de la nevada y pensé que por las rodadas que habían dejado, se podría circular suficientemente bien. Además mi GS estaba equipada con ABS y control de tracción, así que adelante. Me podéis creer si os digo que nunca había pasado tanto frío en mi vida.. Los calentadores de los puños escasamente calentaban las palmas, el resto de las manos se notaba casi congelado.

Finalmente y agotado de intentar mantener las ruedas de la moto dentro de las rodadas, paré en la primera gasolinera pasada la sierra. El dependiente me miró de arriba a abajo y me preguntó de dónde venía. “De Granada” i dándome el comprobante de pago de la gasolina murmuró “estos moteros están locos”. Sonreí y no pude más que darle la razón. Después, me retiré un poco hasta un aparcamiento bañado por el sol y disfruté de un cigarrillo y del calor de ese generoso sol de invierno.

Con las prisas de preparar pedidos, decidí volver por autopistas. Otra mala decisión. Imaginad qué aburrimiento. Lo más destacable fue en l’Hospitalet de l’Imfant, donde soplaba un viento que empujaba a golpes y mantenerte en tu carril se volvía muy complicado. De vez en cuando, llegabas a la altura de un camión y adelantarlo era bastante peligroso, cuando de repente te protegías con su carga tenías que estar atento para dejar de hacer fuerza con el manillar, y cuando adelantavas el golpe de viento te podía lanzar bajo las ruedas. Todo esto me obligó a parar en una gasolinera para tranquilizarme y recuperar fuerzas.

Llegado al peaje de Martorell, ya veía la aventura acabada y me llegaron dos sentimientos a la vez, uno el de la alegría de haber llegado a casa, el otro, el fin del viaje y la certeza de que ya me podía ir despidiendo de mi querida BMW y volver a tener otra sería complicado, por no decir imposible.

Despedida y reencuentro

Ahora, mi familia necesitaba un dinero y cuanto antes mejor, dinero que sólo me podría dar la venta de la Gesita. Evidentemente no me lo pensé, y a la que me hicieron la primera oferta, la fui a enseñar y hacia La Campana a hacer los papeles.

El último viaje que hice con ella fue llevar al comprador de paquete hasta Plaza Catalunya para que yo pudiera coger el metro. Bajé y lo seguí con la mirada mientras se perdía dentro del tráfico denso de la ciudad, al tiempo que se rompía el corazón. Era consciente de mi situación económica y estaba convencido que no podría tener otra moto. Sentado en el asiento del metro dirección a casa pensaba que ya no habría más aventuras, ninguna carretera más que pisar, ninguna ruta más que seguir o peor, ninguna ruta más que descubrir. Los años siguientes pasaron con penas y alegrías, pero siempre me faltó un tipo de felicidad que poca gente puede llegar a entender.

Hace un tiempo estoy convencido que tengo a alguien allí arriba que siempre me acaba sacando de los agujeros más oscuros. En 2018 y de algunos trabajos después, acabé en un buen trabajo, si es que eso existe y en un golpe de suerte, encontré un anuncio que vendían una Varadero 1000. Me faltó tiempo para quedar con aquel chico al lado del centro comercial La Maquinista cerca de mi casa, por primera vez mi mujer, Lluïsa, me acompañaba para ver una moto, increible. Tras los obligados saludos y charlas llegó el momento de probarla. Solo subir y arrancar el motor, es como si algo me reanimara de dentro hacia fuera, había reencontrado aquella alegría perdida aquél fatídico día en Plaza Catalunya. Pero creo que yo había subido de nivel y me faltaba reencontrarme con unos amigos con los que ya había compartido algún viaje en moto y algunas fatigas más.

Me puse en contacto con ellos y el reencuentro, al menos para mí, fue muy emotivo. Puede ser que viajar solo en moto tenga mucho más mérito, pero la posibilidad de compartir los viajes con gente que aprecias, hace que la experiencia sea mucho más enriquecedora.

Con ellos he vivido muchas buenas experiencias, comidas, kilómetros y viajes, pero eso será otra historia.

Andreu Raja

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Un comentario sobre «Rescate en Roma, por Andreu Raja»

  1. Muy guapa la historia. Me ha encantado. Gracias por compartirla

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